Mi sobrina de cuatro años vive mendigando una pasadita de rouge adulto. Está fascinada con la mágica ductilidad del colorete, el misterio nocturno de la sombra y la insistencia del perfume infantil. Tiene una carterita llena de porquerías: labiales, pulseras, un anillo de diamantes plástico, dos extensiones de pelo rosa, collares, un set de perfumes frutales y un kit de setenta sombras. Sin embargo, su tierna coquetería es un arma de doble filo: la vehemencia con la que se pinta y su incapacidad para respetar el contorno de los labios la acercan más a la caricatura de un payaso trastornado que a la de una princesa.
Curiosamente, dentro de diez años, cuando pueda elegir una paleta de colores más discreta, las mismas personas que una vez le ofrecieron rubor generoso, le prohibirán el delineador negro hasta cumplir –por lo menos- dieciseis. La revancha llegará pocos años después cuando intente probar su incipiente madurez abusando del polvo base, del brillo sabor a banana, el delineador para labios, el esmalte de uñas negro o celeste, y el perfume reincidente. Se maquillará con desenvoltura para cualquier ocasión; incluso para ir al supermercado o al colegio por la mañana.
A los veinticinco, sin embargo, es muy probable que este ritual se simplifique (y apenas use delineador negro y corrector de ojeras); y una década más tarde, cuando el duro espejo le presente una realidad amarga, abandonará la decoración caprichosa para entregarse al espíritu reparador de la crema antiarrugas, el bálsamo regenerador con vitaminas y el pulverizador de agua termal.
Alrededor de los cuarenta y cinco, quizá fantasee con una pequeña cirugía. Su mayor preocupación serán las arrugas, las manchas de la piel y el borde de los labios, que se borra de manera misteriosa con el correr de los años.
Recién a los sesenta años volverá a sentir la fuerza de ese primer amor. No habrá aros suficientemente dorados ni rubor más estridente. Todos los collares encontrarán su cuello. Todas las pulseras. Todos los perfumes. Todos los labiales. Como una caja de crayones derretidos reventándose en el piso. Exactamente igual que cincuenta y seis años atrás.
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